Una manera sencilla de orar (por Martin Lutero)

R. C. Sproul cuenta la siguiente historia verdadera: “En un pequeño pueblo de Alemania, un barbero se fue a su barbería temprano en la mañana. Se llamaba Peter Beskindorf, mejor conocido como “el maestro Peter”. Aquella mañana se encontraba ocupado, afeitando a uno de sus clientes habituales cuando un hombre alto entró a la barbería. Peter reconoció al hombre inmediatamente como un fugitivo buscado por las autoridades. Y en efecto, había una recompensa por su cabeza, pero Peter no dijo nada al respecto. Cuando el maestro Peter terminó con el cliente, aquel hombre gigantesco se sentó en el sillón y le pidió que lo afeitara y le cortara el cabello. Peter complació la petición del visitante y comenzó a afilar la navaja con el suavizador y a preparar la espuma para la barba. Empezó a afeitar, presionando el borde afilado de la navaja sobre el cuello del hombre. Peter sabía que solo de ejercer una leve presión podía degollar al hombre y cobrar la recompensa. Sin embargo, Peter no tenía intenciones de llevar a cabo una acción tan espeluznante. El conocía al hombre. Aquella no era la primera vez que visitaba la barbería o se sentaba en el sillón, Peter no solo conocía al hombre, sino que lo tenía en gran estima. Más que cliente, el hombre era amigo de Peter, su mentor y su héroe. El hombre que se sentó en el sillón de Peter Beskindorf en la aldea de Wittenberg, Alemania, era Martín Lutero.

Aquel día, mientras afeitaba a Martín Lutero, el maestro Peter le dijo al gran reformador: “Dr. Lutero, ¿estaría usted dispuesto a enseñarme a orar?” Lutero le respondió que le encantaría ayudarlo. De hecho, aquel doctor en teología, siempre tan ocupado, líder de la Reforma protestante, se retiró a sus habitaciones y escribió un folleto especialmente para Peter titulado A Simple Way to Fray [Una manera sencilla de orar]”. R. C. Sproul cuenta esta historia en el Capitulo 2 de su libro “Cinco cosas que un Cristiano necesita para Crecer”, pero no transcribe el folleto, yo no sé si usted alguna vez a leído este pequeña obra de Lutero, si no lo ha hecho, aquí se lo comparto la versión corta y espero que lo disfrute y recuerde lo aprendido en la “Oración Perfecta” UNA MANERA SENCILLA DE ORAR (Por Martín Lutero)

Querido maestro Pedro: Te confío lo que pienso sobre este particular y la forma en que yo mismo practico la oración. Dios nuestro Señor os conceda a vos y a todos los demás hacerlo mejor, amén. Antes de nada, cuando caigo en la cuenta de que, por ocupaciones o pensamientos ajenos, me voy enfriando y desganando hacia la oración —la carne y el demonio tratan siempre de impedirla y obstaculizarla—, cojo mi librito del salterio, me recojo en mi cámara o, si el tiempo me lo permite, en la iglesia con los demás, y comienzo a recitar oralmente los diez mandamientos, el credo y, depende del tiempo de que disponga, algunas palabras de Cristo, de Pablo o de los salmos, exactamente igual que lo hacen los pequeños. Por eso, está muy bien que la oración sea nuestro primer quehacer por la mañana, temprano, y el último del anochecer; es la mejor forma de guardarse uno con diligencia de los falsos y engañosos pensamientos que están sugiriendo: «Espera un poquito más; rezaré pasada una hora, en cuanto haya acabado esto o aquello que tengo que hacer». Pensando así se llega a abandonar la oración por los negocios que nos rodean y nos entretienen de tal forma, que nos impedirán hacer la oración a lo largo de todo el día. Ahora bien, puede suceder que haya algunas obras tan buenas como la oración, incluso mejores que ella, en especial cuando están impuestas por la necesidad. A este particular corre un dicho que se atribuye a san Jerónimo: «Toda obra de los creyentes es oración», y un proverbio que dice: «El que trabaja fielmente ora dos veces». En su sentido más hondo, esto quiere decir que un fiel, mientras trabaja, está temiendo y honrando a Dios, pensando en sus preceptos para no perjudicar a nadie, ni robarle, ni engañarle ni defraudarle. Tales pensamientos, tal fe, indudablemente constituyen también una oración y alabanza. Por el contrario, también será cierto que la obra de los incrédulos constituye una maldición y que quien no trabaja lealmente está incurriendo en doble maldición. Porque en lo profundo de su corazón, mientras trabaja está despreciando a Dios, está pensando en quebrantar sus mandamientos y en perjudicar, robar y defraudar al prójimo. Porque, ¿qué otra cosa son estos pensamientos que una sencilla maldición contra Dios y los hombres? En virtud de ellos se está convirtiendo su obra y su trabajo en una maldición doble, con la que uno se maldice a sí mismo; que, en definitiva, es lo que hacen los chapuceros.

De esta oración constante habla Dios de hecho (Lc 11):«Hay que orar sin interrupción para protegernos contra el pecado y la injusticia». Algo inasequible si no se teme a Dios y si no se tienen delante sus mandamientos, como dice el Salmo 1: «Dichoso el que día y noche medita la ley del Señor». Hay que andar con cuidado, no obstante, para no desacostumbrarnos a la verdadera oración y para no juzgar nosotros mismos como definitivamente buenas nuestras propias acciones, cuando en realidad no lo son. Llegaríamos por este camino al abandono, el emperezamiento, la frialdad y el disgusto hacia la oración; y no olvidemos que el demonio no se empereza ni se abandona cuando de nosotros se trata, ni que, por otra parte, nuestra carne anda muy viva y dispuesta al pecado y es tan desafecta al espíritu de oración. Una vez que tu corazón se haya enfervorizado con estas palabras dichas verbalmente y se haya concentrado, arrodíllate o ponte en pie, con la manos juntas y la mirada hacia el cielo, y di o medita de la forma más breve posible: «Padre celestial, Dios mío querido; soy un indigno, pobre pecador, que no merezco elevar mis ojos o mis manos hacia ti ni dirigirte mi oración. Pero tú nos has ordenado a todos que oremos, has prometido escucharnos y nos han enseñado, además, las palabras y la forma de hacerlo por tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Ateniéndome a este precepto, aquí me tienes para obedecerte, acogido a tu graciosa promesa. En el nombre de mi Señor Jesucristo te elevo mi oración en unión de todos los santos cristianos de la tierra, como él me lo ha enseñado: «Padre nuestro, que estás en los cielos, etc.». Y así hasta el final palabra por palabra.

1. A continuación repite una parte (o lo que mejor te parezca), como, por ejemplo, la primera petición: «Santificado sea tu nombre»; y añade: «Sí, Señor, Padre amado, santifica tu nombre en nosotros y en el mundo entero. Destruye y aniquila las abominaciones, la idolatría y la herejía del turco, de todos los falsos maestros y espíritus sectarios; porque llevan tu nombre en falso, abusan de él tan descaradamente y le blasfeman sin ninguna vergüenza; porque andan diciendo por ahí, y vanagloriándose de ello, que esto y esto es tu palabra y precepto de la iglesia, cuando en realidad se trata de un engaño y de mentira del demonio. Seducen miserablemente así y bajo el señuelo de tu santo nombre a tantas pobres almas, en todo el mundo, matan, derraman sangre inocente, decretan persecuciones con la excusa de hacerte un servicio. Señor, Dios querido, vuélvete y resiste. Convierte a los que todavía han de convertirse para que ellos con nosotros, y nosotros con ellos, santifiquemos y glorifiquemos tu nombre con la verdadera y pura doctrina, al mismo tiempo que con una vida buena y santa. Pero resiste a los que no quieren convertirse para que cesen de profanar tu santo nombre, que no lo sigan avergonzando y deshonrando y que dejen de seducir a las pobres gentes. Amén».

2. Repite después la segunda petición: «Venga a nosotros tu reino», y di: «Señor, Dios Padre, ya ves que la sabiduría y la razón del mundo no sólo ultrajan tu nombre y desvían el honor que se te debe hacia la mentira y el demonio, sino que también todo su poder, su fuerza, su riqueza y honor, que les has otorgado para el gobierno temporal y para tu servicio, lo emplean en oponerse y luchar contra tu reino. Son grandes, fuertes y numerosos, gordos, grasos y repletos, y, sin embargo, se dedican a maltratar, inquietar y molestar al pequeño rebaño de tu reino, compuesto por débiles, despreciadas e insignificantes gentes. No están dispuestos a tolerar nada sobre la faz de la tierra y encima están convencidos de que con ello te rinden un enorme servicio. Señor, Dios querido, vuélvete y resiste. Vuélvete hacia los que todavía tienen que ser hijos y miembros de tu reino, para que ellos con nosotros, y nosotros con ellos, te sirvamos en tu reino con recta fe y amor verdadero, y para que desde este reino que comienza podamos llegar al reino sin fin. Pero resiste a los que no quieren dejar de inquietar a tu reino con su fuerza y sus recursos, para que, arrojados de sus tronos, se vean obligados a cesar en su empeño. Amén».

3. Después repite la tercera petición: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», y di: «¡Ay, Señor, Dios Padre querido! Ya ves que si el mundo no puede borrar del todo tu nombre sobre la tierra y exterminar tu reino, sin embargo la gente anda todo el día y la noche entera con pésimas insidias y trazas, ponen por obra innumerables intrigas y raras artimañas; complotan, conspiran unos con otros y mutuamente se alientan y refuerzan; amenazan y vociferan, rebosan de mala voluntad contra tu nombre, tu palabra, tu reino y tus hijos para conseguir su exterminio.

Por eso, Dios, Padre querido, vuélvete y resiste. Vuélvete hacia quienes todavía tienen que conocer tu buena voluntad, para que ellos con nosotros, y nosotros con ellos, seamos sumisos a la misma; para que suframos gustosos, pacientes y alegres todo mal, todas las cruces y adversidades, y de esta suerte conozcamos, experimentemos y gocemos tu buena, graciosa y perfecta voluntad. Pero resiste a quienes se empeñan en su furor, en sus gritos, en sus odios, amenazas, en sus intenciones pésimas de obrar el mal, y aniquila sus conciliábulos, sus intrigas perversas y artimañas para que perezcan, como se canta en el salmo 7. Amén».

4. Repite después la cuarta petición: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», y di: «¡Ay, Señor, Dios Padre querido! Bendice también esta vida temporal y del cuerpo. Concédenos graciosamente la paz amada, líbranos de la guerra y de la discordia. Concede a nuestro amado señor, el emperador, felicidad y fortuna contra sus enemigos; dale sabiduría y discernimiento para que rija pacífica y felizmente su reino terreno. Otorga a todos los reyes, príncipes y señores consejo acertado y buena voluntad, para que mantengan sus dominios y su gente en paz y en justicia. Ayuda principalmente a nuestro señor N., bajo cuyo amparo y protección nos guardas, y guíale para que, libre de todo mal, al abrigo de lenguas mentirosas y de gente felona, gobierne con toda felicidad. Concede que todos los súbditos sirvan con lealtad y sean obedientes. Concede que todos los estados, así ciudadanos como campesinos, sean honrados y se muestren amor y confianza mutuos. Concede tiempos favorables y los frutos de la tierra. También te encomiendo la casa, las pertenencias, la mujer y los hijos; ayúdame a saber gobernarlos y a cuidar de su manutención y de su educación cristiana. Aleja al demonio y a todos los ángeles malos que nos causan desgracias y nos ponen obstáculos. Amén».

5. Repite después la quinta petición: «Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», y di: «¡Ay, Dios mío, Padre amado! No entres en juicio con nosotros, porque ningún humano viviente puede hallarse justo a tus ojos (Sal 143,2). ¡Ay! No nos imputes como pecado nuestro desagradecimiento hacia tus inefables beneficios, así espirituales como corporales, ni que tropecemos y caigamos al cabo del día tantas veces, más de las que podamos advertir (Sal 19,13). No te fijes en nuestra bondad o malicia; atiende, mejor, a tu misericordia insondable que nos has regalado en Cristo, tu Hijo amado. Perdona también a todos nuestros enemigos y a todos los que nos han hecho algún mal, al igual que nosotros les perdonamos de corazón, ya que los más perjudicados por haber encendido tu cólera son ellos y de nada nos serviría a nosotros su destrucción; por eso preferimos que se salven también con nosotros. Amén». (El que vea que le cuesta perdonar, que pida la gracia de poder hacerlo. Pero esto pertenece a la predicación).

6. Repite después la sexta petición: «Y no nos dejes caer en la tentación», y di: « ¡Ay, Señor Dios, Padre querido! Manténnos vigilantes y dispuestos, celosos y entregados a tu palabra y a tu servicio, para que no nos invada la seguridad, la pereza, la dejadez, como si tuviéramos ya aquí todo. Por el contrario, el demonio, furioso, nos asalta, nos sorprende, nos roba tu palabra; siembra divisiones y discordias entre nosotros o nos induce de mil formas al pecado y a la ignominia, tanto en lo espiritual como en lo corporal. Concédenos, por tu Espíritu, sabiduría y fuerza para que podamos resistirle como caballeros y conseguir la victoria. Amén».

7. Después repite la séptima petición: «Mas líbranos de mal», y di: « ¡Ay, Señor, Dios Padre querido! A pesar de todo, y como dice san Pablo —”corren días malos” (Ef 5,16)—, esta vida en país extraño está tan llena de penuria y de infelicidad, de peligros e inseguridad, de falsedad y malicia, que es natural que estemos ahítos de ella y suspirando por la muerte. Pero tú, Padre querido, conoces nuestra flaqueza. Ayúdanos, por tanto, a atravesar firmes tantos males y tantas miserias; y que cuando nos llegue la hora, nos concedas una muerte en tu gracia, un feliz dejar este valle de lágrimas, para que el momento decisivo no nos arredre ni nos hunda en el desaliento, sino que con fe inquebrantable encomendemos nuestra alma a tus manos. Amén».

Ten en cuenta, por fin, que el amén tiene que ser pronunciado con énfasis. No te quepa la menor duda de que Dios te atiende con todas sus gracias y de que está asintiendo a tu demanda. Piensa que no eres tú sólo el que está arrodillado o de pie en esta actitud suplicante; contigo está la cristiandad entera, todos los cristianos de verdad, y tú con ellos, dirigiendo esta humilde, armoniosa oración que Dios no puede despreciar. No te retires, por tanto, de la oración sin antes haber dicho o pensado: “Sí, señor, esta súplica ha sido acogida por Dios; me consta con toda certidumbre y seguridad”. Y a esto equivale decir amén».

Has de saber que no espero digas todo esto en la oración; se convertiría en un parloteo, en una charlatanería hueca; sería como leer todas las letras de un libro, exactamente igual que hacen los laicos con los rosarios y los curas y frailes con sus oraciones. Lo que yo quisiera sería enfervorizar con ello el corazón e indicar qué pensamientos puede sugerir el padrenuestro. Una vez caldeado y dispuesto el corazón, puedes expresar estas ideas con otras palabras totalmente distintas, más o menos numerosas. Incluso yo mismo no me suelo atar a las palabras antedichas, a las sílabas, sino que un día las digo de una manera, al siguiente de otra, según el estado de ánimo o el fervor. No obstante, en la medida de lo posible, suelo atenerme a las palabras y al sentido que te he sugerido. Lo que me acaece con frecuencia es que una frase o una petición me suscitan tantas reflexiones, que prescindo de todas las demás. Y cuando fluyen estos pensamientos abundosos y buenos, es preciso dejar a un lado las restantes peticiones, detenerse en aquéllos, escucharlos en silencio, no ponerles obstáculos por nada del mundo. Entonces es cuando está predicando el Espíritu Santo, y una palabra de su predicación es mucho más valiosa que mil de nuestras oraciones. ¡Cuántas veces he aprendido mucho más en una sola oración que lo que pudieran haberme enseñado innumerables lecturas y meditaciones! Lo que importa es que el corazón esté abierto a la plegaria y ansioso de orar. A esto se refiere el Eclesiástico al decir: «antes de la oración prepara tu corazón para que no tientes a Dios» (Ecl 4,17). ¿Y qué otra cosa que tentar a Dios es que los labios estén musitando y el corazón derramado en otras preocupaciones? […] Incluso yo mismo, en muchas ocasiones, he rezado las horas canónicas en condiciones tales, que había liquidado el salmo o la hora antes de haberme dado cuenta de si estaba al principio o en el medio.

No todos oran vocalmente del modo antedicho, mezclando los negocios con el rezo; pero con los pensamientos de su oración se conducen de esta manera: pasan del centésimo al milésimo, y cuando todo se ha acabado, no saben a punto fijo qué es lo que han hecho ni lo que ha pasado hasta entones. Comienzan con el «Laudate» y ya están pensando en las musarañas, hasta tales extremos, que me parece que no se podría ofrecer un espectáculo más ridículo que el representar ante alguien los pensamientos que, durante la oración, agitan el interior de un corazón sin fervor y poco piadoso. Por fortuna me he dado después cuenta de que no puede calificarse de oración auténtica la de quien olvida lo que ha rezado.

La oración auténtica está del todo pendiente de las palabras y pensamientos desde que se comienza hasta que se acaba. Sucede lo mismo que con el barbero bueno y diligente: tiene la obligación de concentrar los cinco sentidos en la navaja y en los cabellos y no perder de vista la marcha del corte. Pero si al mismo tiempo se pone a charlar, a pensar en babia, a mirar por el rabillo del ojo, con la mayor facilidad le puede cortar a uno los labios, la nuez o el cuello. Para que una cosa se pueda ejecutar a la perfección es imprescindible la entrega total de la persona a su quehacer; en este sentido dice el proverbio: «pluribus intentus, minor est ad singula sensus» (el que mucho abarca, poco aprieta). El que está pensando en mil cosas, no sabe pensar ni obrar como se debe. Con mucho más motivo la oración, para que sea como tiene que ser, requiere dedicación única y total del corazón.

Aquí tienes brevemente expuesta, con motivo del padrenuestro y de la oración, mi forma de comportarme. Porque, incluso hoy día, mamo del padrenuestro como un niño, bebo y como de él como un viejo y nunca llego a saciarme. Para mí es la mejor de las oraciones; mejor incluso que los salmos, a pesar de la devoción que los tengo. Realmente, ahí se demuestra que ha sido el verdadero maestro el que la ha inventado y enseñado, y me fastidia que una oración como ésta, y de tal maestro, se esté mascullando sin cesar y sin pizca de devoción en todo el mundo. Muchos es posible que al cabo del año lleguen a rezar millares de padrenuestros, y si estuviesen rezándolos así durante mil años, no conseguirían rezar como es debido ni un punto ni una coma ni una letra de esta oración. En fin, que el padrenuestro, al igual que el nombre y la palabra de Dios, es el mayor de los mártires sobre la tierra: todo el mundo lo tortura y abusa de él, pocos son los que lo consuelan, los que le procuran alguna alegría usándolo como conviene.

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